Otra de mis grandes pasiones es la escritura, desde siempre me ha gustado contar historias y convertirlas en palabras. Buceando en mis escritos encontré un pequeño relato que garabateé hace mucho, ya no lo recordaba ni por asomo, pero al releerlo me apeteció compartirlo en esta entrada...
"LAS PIERNAS DE LA PROFESORA DE GIMNASIA"
Puede que esta
vez tampoco lo consiga. Prefiero no volver la vista atrás porque la persecución
debe ser terrible, seguramente a poca distancia, siguiendo mi rastro como una
manada de lobos hambrientos. Me arde la garganta, cada vez que respiro siento
centenares de alfileres clavándose en mi pecho, y las piernas, mis piernas
palpitantes, son un amasijo de músculos a punto de explotar en mil pedazos.
Daría lo que fuera por un pulmón de acero y unas articulaciones de titanio.
Pero sigo corriendo. Parece que llevo toda la vida huyendo de algo, un pie
delante del otro, un pie delante del otro; pero bien pensado mi vida siempre ha
sido una carrera, una lucha para escapar de mí mismo y llegar el primero al
corazón de una mujer. Una mujer imposible a la que posiblemente nunca dejaré de
querer. Pero hoy el sufrimiento parece distinto, el ritmo cardíaco ha
sobrepasado los umbrales máximos y se ha hecho un lazo doble con todas las líneas
rojas que no debía cruzar. Siento escalofríos en el vientre y ya he vomitado
dos veces sin detenerme, dejando un reguero de bilis negra tras mis pasos. Pero
prefiero morir antes que parar. Seguramente no volveré a tener otra ocasión
como ésta, sólo ocurre una vez en la vida, y si no la aprovecho pasaré el resto
de mis años lamentándome con amargura. Tengo que pensar, evadirme de la agonía del
cuerpo, y correr, seguir corriendo sin disminuir el paso ni un ápice, dejándome
el alma en cada apoyo sobre el tartán.
Todo comenzó a
rodar mucho tiempo atrás, cuando apenas era un niño con una década de
existencia en la mochila de su vida, en el patio del colegio donde estudiaba primaria.
Julia era nuestra profesora de gimnasia, apenas una muchacha de veintiún años
recién salida de la universidad. Desde la primera clase con ella el corazón me
latía con fuerza y una extraña timidez invadió mis mejillas. Su melena oscura
de rizos rebeldes, la naricilla respingona o el ombligo perfecto no me causaba
tanto arrobo y encogimiento como sus piernas. Sus piernas, interminables, le
daban presencia de cigüeña presumida, caminaba a grandes trancos con una
elegancia marcial y un garbo que a ningún chico podría dejar indiferente. En
clase siempre vestía unos shorts ajustados y una camisetita blanca donde se
clavaban sus pezones; aunque yo permanecía absorto en sus tobillos, los gemelos
y los muslos torneados que me producían una ambigua sensación, al mismo tiempo
excitante y aterradora, de querer acariciarlos con mis manos de niño.
Julia nos
desafiaba a un juego donde ella siempre resultaba victoriosa. Nos retaba a correr
diez vueltas alrededor del patio, siguiendo su grácil zancada que nunca parecía
cansarse, y a aquéllos que consiguieran terminar junto a ella les prometía una sorpresa
muy especial. Pero Julia corría una vuelta tras otra y los niños se iban sentando
en el suelo uno tras otro, asfixiados, igual que infantes abatidos antes de
conquistar una colina. Yo era de los últimos en resistir, aunque
invariablemente mis piernas se tornaban de plomo a la sexta o séptima vuelta, y
tenía que observar impotente cómo Julia se alejaba deslizándose en sus
portentosas extremidades, con la melena al viento y la insinuante figura de una
diosa griega camino del Olimpo.
En aquella época
comencé a forjar mi destino a base de sufrimiento. Después del horario escolar
realizaba mis deberes, tomaba la merienda casi sin masticarla y salía volando
de casa. Cruzaba el barrio y me perdía por las trochas de los montes repletos
de pinos donde se resguardaba el colegio. Y corría y corría en solitario hasta
caer exhausto, con un pensamiento grabado a fuego en mi mente que me daba
fuerzas y me obligaba a seguir adelante, siempre adelante, venciendo el
cansancio hasta que mi vista se inundaba de puntitos blancos. Porque yo quería
el misterioso premio de Julia.
En cuatro meses
y medio de infatigable entrenamiento, un día por fin conseguí dar diez vueltas
al patio pegado a los talones de la profesora de gimnasia. Aquel día, cuando
Julia se detuvo, me miró fijamente con un destello de sorpresa en los
ojos y me atusó el pelo, Conseguiste terminar, me dijo mientras intentaba
recuperar el aliento. Y el premio, que tantas veces había hecho volar mi imaginación, consistió en llevarme a la Ciudad
Deportiva, un estadio con una pista ovalada de tartán rojo y una gran zona de
césped donde entrenaban los atletas. No sabía muy bien hacia dónde mirar, pues
todos corrían, brincaban y estiraban en una especie de elegante coreografía
minuciosamente ensayada. Algunos saltaban a un foso de arena, otros lanzaban
discos y jabalinas al cielo; incluso había una chica que se elevaba varios
metros del suelo con una vara flexible que parecía la percha de un gondolero. Acababa
de descubrir un mundo fascinante. Julia me presentaba a sus compañeros y
compañeras como un futuro campeón, y todos sonreían y me animaban a entrenar
duro. Aquella tarde de descubrimientos también sufrí un fuerte puyazo en las
entrañas: un musculoso muchacho rubio, un lanzador de martillo, abrazó por la
cintura a Julia, la alzó por los aires y la besó en la boca. No quería creer lo
que veía. Sin duda fue la primera vez que probé el amargo sabor de los celos.
Pero demasiado rápido, con la ambición de batir algún record, llegó la tragedia que marcó nuestras vidas. Una tragedia que no supe o no pude
detener a tiempo. Para un niño todo es el doble de doloroso y apenas la mitad
de imposible. El primer indicio sucedió mientras trotaba feliz tras las piernas
de Julia, cuando entrenábamos en el Paseo Marítimo. Nos topamos de frente con
el lanzador de martillo, el novio de la profesora, y ésta se detuvo para hablar
con él. La conversación subió de tono y de repente el chico rubio le
propinó una tremenda bofetada a Julia. Sin pensarlo dos veces me fui directo hacia
el mastodonte y le di una patada en las canillas con todas mis fuerzas. Y a
continuación salí corriendo. Y nunca he corrido más veloz que aquel día, con
aquella bestia enloquecida tras de mí. Cuando se dio cuenta de que sería
imposible alcanzarme, Julia ya se había marchado llorando y con un lado de la
cara enrojecida.
Una semana
después de aquel incidente, al terminar un entrenamiento en La Alameda, Julia
me dijo que la esperara allí mientras iba a comprar unas bebidas al otro lado
de la calle. Cuando cruzaba el paso de cebra apareció un coche a toda velocidad
y la embistió brutalmente. Julia salió despedida por encima del techo del
vehículo. Yo me quedé paralizado. El auto frenó chirriando las ruedas,
dibujando sobre el asfalto dos líneas de caucho negro. El conductor dio marcha
atrás y volvió a pasar por encima de la joven. Escuché perfectamente cómo
crujían las piernas de mi querida profesora, que permanecía inmóvil mientras se
formaba un charco de sangre a su alrededor. De nuevo el conductor aceleró con
la intención de volver a atropellarla, pero entonces un peatón se abalanzó
sobre la ventanilla y consiguió aferrar el volante del conductor y desviar su
trayectoria. El coche perdió el control y se estampó contra un semáforo.
Aún sigo
corriendo sin desfallecer cuando regreso de mis recuerdos. Siento los latidos
del corazón golpeándome las sienes como si fueran cañonazos. Mis piernas están
a punto de quebrarse, pero tengo que seguir corriendo sin descanso, me
persiguen con los cuchillos entre los dientes, a la caza de mis talones para
arrebatarme el mismo sueño que a su vez voy persiguiendo como si no hubiera un
mañana. El dolor físico es simplemente un estado mental, hay que aislarlo,
borrarlo del pensamiento a semejanza de los faquires. Pero el dolor del
espíritu es harina de otro costal. El dolor de Julia al recuperarse de la
agresión no podía eliminarse tan fácilmente. Aquel novio suyo, el lanzador de
martillo, quiso matarla por despecho, y lo habría conseguido de no ser por
aquel héroe anónimo -que también terminó en el hospital-, uno entre un millón
en esta sociedad repleta de individuos pusilánimes y mediocres que suelen
volver la cara ante la desgracia ajena. Nunca le estaré lo suficientemente
agradecido. Pero Julia quedó postrada en una silla de ruedas, sus preciosas
piernas inútiles para siempre. Estuvo semanas sin querer ver a nadie, hasta que
una tarde aparecí en su casa con un trofeo, mi primer trofeo, ganado por
piernas en una carrera escolar. Julia me sonrió con tristeza y me preguntó,
¿Qué quieres de premio? Yo respondí que quería pasar la tarde a su lado.
A los trece años
me miré al espejo y comprobé que mi fealdad era un hecho consumado. Las orejas
despegadas del cráneo y los ojos asimétricos se completaban con una nariz de
azor que batiría en duelo al mismísimo Cyrano de Bergerac. Sin embargo me iba
convirtiendo en el campeón que presagió Julia. Ganaba una competición tras otra
a temprana edad y de forma apabullante. Y cada vez que visitaba a Julia con mis
trofeos y medallas, ella me ofrecía el premio que me apeteciera. Y yo apoyaba
la cabeza en su regazo, en sus piernas marchitas, mientras sus manos se
enredaban en mis cabellos. A los quince años fui campeón autonómico y como
premio le pedí a Julia que me enseñara a besar. A los dieciocho fui campeón
nacional y le pedí que me hiciera el amor. Nos convertimos en algo parecido a
unos novios, aunque a veces yo lloraba a escondidas pensando que la desgracia
de Julia era mi fortuna más preciada, pues de no estar en sillas de ruedas nunca
se habría fijado en mí.
Me duele la
mandíbula de tanto apretar los dientes. El sudor frío se escurre por mi espina
dorsal. La vista nublada por la velocidad supersónica. Pero ya hace rato que
escuché la campana de la última vuelta, casi toco la línea de meta con la punta
de los dedos, no me lo puedo creer, ya sólo me quedan unas decenas de metros
para llegar. De improviso un golpe de adrenalina me borra el cansancio de un
plumazo, comprendo que no hay nadie sobre la faz de la tierra que me pueda
adelantar, sé que voy a ganar, que seré el primero, que lograré la felicidad
más absoluta a mis veinticuatro primaveras. Porque con la medalla de oro en una
mano y el anillo en la otra, Julia no podrá negarme el único premio que he
deseado desde la primera vez que la vi: pasar el resto de mi vida con ella.
Hacerla sonreír. Correr por los dos hasta que se detenga el mundo.
Impresionante! Sigue escribiendo historias así y sigue corriendo como si el trofeo que te espera es ese deseado premio de Julia. Besos y hasta mañana.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, eres una gran lectora y aprecio mucho tu opinión!
EliminarBonito relato, en las carreras como en la vida, al final siempre obtenemos un premio.......
ResponderEliminarYo también soy de los que creen que todo esfuerzo y sacrificio siempre tiene su recompensa. Incluso si sabes gestionar las decepciones conseguirás ser más fuerte. A veces una decepción es un premio para saber valorar mejor las cosas. Gracias y un saludo!
Eliminar¡ Vaya Lobillo , qué historia ! Fue una lectura tan fluida y sentida mientras la leí tenía un nudo en la garganta sobretodo en las escenas dramáticas , qué tensión . Muchas gracias por compartir este relato que tenías guardado en el "baúl perdido" . Más relatos así , por favor !!
ResponderEliminarJajaja... Muchas gracias Sole! Me alegro un montón de que te haya gustado. Uno de mis proyectos para este año es la publicación de un libro de relatos que tengo recopilados y que en su día obtuvieron algún tipo de premio o mención en los certámenes literarios nacionales... Ya te avisaré por si quieres leerlos : )
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