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lunes, 20 de octubre de 2014

EL DÍA QUE GANÉ LA APUESTA



  M
is padres me cuentan que comencé a caminar con siete meses y que no daban crédito a que algo tan pequeño pudiera sostenerse en pie. Con esta anécdota no pretendo decir que haya nacido para correr, pero creo que mi inquietud por la actividad deportiva siempre la he llevado en los genes.
En esta modesta e íntima historia de running que me dispongo a narrar, quiero ver uno de esos juegos del destino que hacen divertido y conmovedor algunos capítulos de nuestra vida. Todo comenzó en 1.997. Por aquel entonces estaba inmerso en mi carrera universitaria, y una de mis más apreciadas compañeras de estudio, Esmeralda Carmona, me mostró el tríptico de la XIX Carrera Urbana Ciudad de Málaga. Supongo que hizo algún comentario sobre la dureza de aquella popular prueba de 10,85 Km. con miles de participantes, y, claro, entonces salió a flote aquella arrogancia veinteañera que poseía respecto a mi potencial físico: “Bah, no es para tanto, seguro que entreno un poco y quedo entre los 100 primeros. ¿Cómo que no? Sólo tengo que correr rápido. Me apuesto una cena”.
              
Sí, yo también pienso que era un repelente niño Vicente: tenía respuestas para todo menos para mi propia ignorancia. Desconocía que en la prueba iban a participar unos 10.000 corredores, incluyendo muchos clubes de atletismo que llegarían de toda la geografía andaluza. Menudo panorama. Pero de todo esto me enteraría más tarde (cuando ya era tarde).
        
 En aquella época seguía haciendo ejercicio, pero ya no participaba en deportes por equipo que exigían una óptima condición aeróbica. Rememoro vagamente que estuve mes y medio entrenando -si se puede llamar entrenamiento a salir a correr todo lo largo y rápido que pudiera-, por las afueras de mi ciudad natal (Málaga City), allá por la presa de El Agujero, el embalse de El Limonero y la estación de servicio La Tana. Cuestas interminables y toboganes que eran y siguen siendo las características de estos trayectos solitarios en los que vuelvo a correr cada vez que regreso de Gran Canaria a visitar a mis padres.


            El día 26 de octubre de 1.997 se disputó la carrera motivo de la apuesta. Todo era nuevo para mí y estaba nervioso. Recuerdo llevar una rodillera de neopreno en la pierna derecha. Había una zona acotada que separaba los atletas federados de los populares. Me coloqué en primera línea de los corredores modestos y estuve 40 minutos dando saltitos en el mismo lugar para conservar la posición. Menudo calentamiento. Al observar la ingente cantidad de participantes y que los federados superaban las dos centenas, supe que mi apuesta estaba en la cuerda floja y yo mismo al filo de la navaja.
Cuando se dio el pistoletazo de salida me vi envuelto en una marabunta de bípedos con mucha prisa. No era fácil avanzar a ritmo vivo. No había espacio ni para bailar un chotis. Pero segundos más tarde sucedió algo que marcó el resto de mi carrera.


 Divisé a no mucha distancia a un veterano atleta con el que había coincidido en mis solitarios entrenamientos. Cuando digo veterano me refiero a que tendría unos 55 años. De nuestras breves charlas recordé que participaba en los Campeonatos de España de veteranos, de modo que me coloqué a su estela y seguí su endiablado ritmo cuando se comenzó a despejar el asfalto.
No parábamos de adelantar a rivales. Mucho público animaba por su nombre a mi compañero de carrera, por lo visto era un personaje muy conocido en el mundillo del atletismo local. Me sorprendió lo concentrado que corría, no devolvió ningún saludo y a mí ni siquiera me miró de reojo.
Calle Eugenio Gross
Subimos volando la empinada calle Eugenio Gross y la carrera avanzaba a ritmo de vértigo. A estas alturas ya me costaba seguir el avance de mi partener. Al atravesar el puente de la Rosaleda ya iba apretando los dientes. Y fue en la subida de Capuchinos donde el veterano aumentó su cadencia de zancada y me dejó tirado como un cleenex lleno de mocos. Era el kilómetro 7. A partir de aquí comenzó mi calvario particular: estaba asfixiado, me dolía la rodilla y me embargó esa falsa sensación de que avanzas a cámara lenta. Me comenzaron a adelantar docenas de corredores, y entonces supe que la apuesta estaba perdida. Finalmente llegué a meta con un fortísimo sprint que me provocó varias arcadas y que tardaran unos 15 segundos en pistoletear el código de barras de mi dorsal (sí, antes se hacía de esta forma).
Mis padres estaban como espectadores y me recogieron al salir del recinto de llegada. Me dijeron que no pensaban que hubieran legado más de 100 corredores antes que yo, de modo que recuperé la ilusión por la apuesta.
            Una semana más tarde recogí mi diploma:

 

Aunque intenté la triquiñuela de decir que logré una posición entre los 100 primeros de mi categoría, el subterfugio no coló y perdí la apuesta. Eso sí, siempre he sido muy cumplidor e invité a una cena de tronío (creo que fue en un chino) a mi queridísima Esmeralda Carmona.

            La historia no termina aquí. El 24 de enero de 2.012 volví a participar en una carrera con dorsal. Fue en los 10 Km. de la Gran Canaria Maratón, y conseguí un crono de 43’53’’. A partir de este momento mordí el anzuelo del desafío a mis propios límites y me vi atrapado en las redes del running. Siempre me había gustado correr, pero la soledad y la falta de retos no conseguían motivarme. En cuanto conocí a buenos zapateadores y tuve marcas que batir, mi idilio con la competición ya estuvo consumado. Comencé a entrenar con fuerza y a dejar de lado la musculación en el gimnasio (a día de hoy, preparando mi primera maratón, ya he perdido 9 kilos en dos años y medio). Y el 23 de octubre de 2.013, ya en las filas del equipo barcelonés La Bolsa del Corredor-Sport y bajo las órdenes del míster José Castilla, me escabullí en el cajón de atletas federados en los 10 Km. de la XXXV Carrera Urbana Ciudad de Málaga. Esta vez fueron unos 16.000 dorsales en una carrera benéfica que sigue siendo gratis, lo cual dice mucho en la actual burbuja donde el running se ha convertido en un lucrativo negocio.
El recorrido era prácticamente el mismo que en 1.997. Desde el inicio tuve buenas sensaciones. A partir del kilómetro 3 me estabilicé en un ritmo de 3:45 minutos/Km. y fui saltando de grupo en grupo de corredores. En la parte final estuve acompañado por la tercera clasificada en féminas y por un tipo grande de la Legión. En la calle Cristo de la Epidemia me sentí volar y al pasar delante del Ayuntamiento ya se me salía el corazón por la boca. La llegada a meta fue apoteósica. Lo cierto es que llegué absolutamente exhausto e inmensamente feliz. Había logrado MMP con 37’48’’
Pero lo más emocionante vino después, cuando comprobé la clasificación… ¡Había quedado el 73 de la general!
En compañía de María Gómez, que participó en su primer 10Km.
Después de tanto tiempo ya no soy la misma persona. Mi mundo ha cambiado radicalmente, y, por fortuna, fui yo quien guió los pasos de mi propia historia. He conseguido hacer realidad un puñado de sueños y aún conservo la ilusión y la esperanza en muchos proyectos de futuro. La vida bifurcó nuestros caminos y no tengo noticias de Esmeralda Carmona. Pero tal vez el día más inesperado vuelva a cruzarme con ella y su sempiterna sonrisa. Y entonces le susurraré al oído que por fin lo logré. Que sólo necesité 17 años. Porque como dijo el poeta, nunca es tarde para encontrar el amor verdadero… O ganar una apuesta olvidada que te convierta en un Dorian Grey del running.