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domingo, 8 de febrero de 2015

LAS PIERNAS DE LA PROFESORA DE GIMNASIA



Otra de mis grandes pasiones es la escritura, desde siempre me ha gustado contar historias y convertirlas en palabras. Buceando en mis escritos encontré un pequeño relato que garabateé hace mucho, ya no lo recordaba ni por asomo, pero al releerlo me apeteció compartirlo en esta entrada...

Foto de Quintana Roo Vive

"LAS PIERNAS DE LA PROFESORA DE GIMNASIA"
Puede que esta vez tampoco lo consiga. Prefiero no volver la vista atrás porque la persecución debe ser terrible, seguramente a poca distancia, siguiendo mi rastro como una manada de lobos hambrientos. Me arde la garganta, cada vez que respiro siento centenares de alfileres clavándose en mi pecho, y las piernas, mis piernas palpitantes, son un amasijo de músculos a punto de explotar en mil pedazos. Daría lo que fuera por un pulmón de acero y unas articulaciones de titanio. Pero sigo corriendo. Parece que llevo toda la vida huyendo de algo, un pie delante del otro, un pie delante del otro; pero bien pensado mi vida siempre ha sido una carrera, una lucha para escapar de mí mismo y llegar el primero al corazón de una mujer. Una mujer imposible a la que posiblemente nunca dejaré de querer. Pero hoy el sufrimiento parece distinto, el ritmo cardíaco ha sobrepasado los umbrales máximos y se ha hecho un lazo doble con todas las líneas rojas que no debía cruzar. Siento escalofríos en el vientre y ya he vomitado dos veces sin detenerme, dejando un reguero de bilis negra tras mis pasos. Pero prefiero morir antes que parar. Seguramente no volveré a tener otra ocasión como ésta, sólo ocurre una vez en la vida, y si no la aprovecho pasaré el resto de mis años lamentándome con amargura. Tengo que pensar, evadirme de la agonía del cuerpo, y correr, seguir corriendo sin disminuir el paso ni un ápice, dejándome el alma en cada apoyo sobre el tartán.
           
Todo comenzó a rodar mucho tiempo atrás, cuando apenas era un niño con una década de existencia en la mochila de su vida, en el patio del colegio donde estudiaba primaria. Julia era nuestra profesora de gimnasia, apenas una muchacha de veintiún años recién salida de la universidad. Desde la primera clase con ella el corazón me latía con fuerza y una extraña timidez invadió mis mejillas. Su melena oscura de rizos rebeldes, la naricilla respingona o el ombligo perfecto no me causaba tanto arrobo y encogimiento como sus piernas. Sus piernas, interminables, le daban presencia de cigüeña presumida, caminaba a grandes trancos con una elegancia marcial y un garbo que a ningún chico podría dejar indiferente. En clase siempre vestía unos shorts ajustados y una camisetita blanca donde se clavaban sus pezones; aunque yo permanecía absorto en sus tobillos, los gemelos y los muslos torneados que me producían una ambigua sensación, al mismo tiempo excitante y aterradora, de querer acariciarlos con mis manos de niño.

Julia nos desafiaba a un juego donde ella siempre resultaba victoriosa. Nos retaba a correr diez vueltas alrededor del patio, siguiendo su grácil zancada que nunca parecía cansarse, y a aquéllos que consiguieran terminar junto a ella les prometía una sorpresa muy especial. Pero Julia corría una vuelta tras otra y los niños se iban sentando en el suelo uno tras otro, asfixiados, igual que infantes abatidos antes de conquistar una colina. Yo era de los últimos en resistir, aunque invariablemente mis piernas se tornaban de plomo a la sexta o séptima vuelta, y tenía que observar impotente cómo Julia se alejaba deslizándose en sus portentosas extremidades, con la melena al viento y la insinuante figura de una diosa griega camino del Olimpo.

En aquella época comencé a forjar mi destino a base de sufrimiento. Después del horario escolar realizaba mis deberes, tomaba la merienda casi sin masticarla y salía volando de casa. Cruzaba el barrio y me perdía por las trochas de los montes repletos de pinos donde se resguardaba el colegio. Y corría y corría en solitario hasta caer exhausto, con un pensamiento grabado a fuego en mi mente que me daba fuerzas y me obligaba a seguir adelante, siempre adelante, venciendo el cansancio hasta que mi vista se inundaba de puntitos blancos. Porque yo quería el misterioso premio de Julia.

En cuatro meses y medio de infatigable entrenamiento, un día por fin conseguí dar diez vueltas al patio pegado a los talones de la profesora de gimnasia. Aquel día, cuando Julia se detuvo, me miró fijamente con un destello de sorpresa en los ojos y me atusó el pelo, Conseguiste terminar, me dijo mientras intentaba recuperar el aliento. Y el premio, que tantas veces había hecho volar mi imaginación, consistió en llevarme a la Ciudad Deportiva, un estadio con una pista ovalada de tartán rojo y una gran zona de césped donde entrenaban los atletas. No sabía muy bien hacia dónde mirar, pues todos corrían, brincaban y estiraban en una especie de elegante coreografía minuciosamente ensayada. Algunos saltaban a un foso de arena, otros lanzaban discos y jabalinas al cielo; incluso había una chica que se elevaba varios metros del suelo con una vara flexible que parecía la percha de un gondolero. Acababa de descubrir un mundo fascinante. Julia me presentaba a sus compañeros y compañeras como un futuro campeón, y todos sonreían y me animaban a entrenar duro. Aquella tarde de descubrimientos también sufrí un fuerte puyazo en las entrañas: un musculoso muchacho rubio, un lanzador de martillo, abrazó por la cintura a Julia, la alzó por los aires y la besó en la boca. No quería creer lo que veía. Sin duda fue la primera vez que probé el amargo sabor de los celos.

Pero demasiado rápido, con la ambición de batir algún record, llegó la tragedia que marcó nuestras vidas. Una tragedia que no supe o no pude detener a tiempo. Para un niño todo es el doble de doloroso y apenas la mitad de imposible. El primer indicio sucedió mientras trotaba feliz tras las piernas de Julia, cuando entrenábamos en el Paseo Marítimo. Nos topamos de frente con el lanzador de martillo, el novio de la profesora, y ésta se detuvo para hablar con él. La conversación subió de tono y de repente el chico rubio le propinó una tremenda bofetada a Julia. Sin pensarlo dos veces me fui directo hacia el mastodonte y le di una patada en las canillas con todas mis fuerzas. Y a continuación salí corriendo. Y nunca he corrido más veloz que aquel día, con aquella bestia enloquecida tras de mí. Cuando se dio cuenta de que sería imposible alcanzarme, Julia ya se había marchado llorando y con un lado de la cara enrojecida.

Una semana después de aquel incidente, al terminar un entrenamiento en La Alameda, Julia me dijo que la esperara allí mientras iba a comprar unas bebidas al otro lado de la calle. Cuando cruzaba el paso de cebra apareció un coche a toda velocidad y la embistió brutalmente. Julia salió despedida por encima del techo del vehículo. Yo me quedé paralizado. El auto frenó chirriando las ruedas, dibujando sobre el asfalto dos líneas de caucho negro. El conductor dio marcha atrás y volvió a pasar por encima de la joven. Escuché perfectamente cómo crujían las piernas de mi querida profesora, que permanecía inmóvil mientras se formaba un charco de sangre a su alrededor. De nuevo el conductor aceleró con la intención de volver a atropellarla, pero entonces un peatón se abalanzó sobre la ventanilla y consiguió aferrar el volante del conductor y desviar su trayectoria. El coche perdió el control y se estampó contra un semáforo.

Aún sigo corriendo sin desfallecer cuando regreso de mis recuerdos. Siento los latidos del corazón golpeándome las sienes como si fueran cañonazos. Mis piernas están a punto de quebrarse, pero tengo que seguir corriendo sin descanso, me persiguen con los cuchillos entre los dientes, a la caza de mis talones para arrebatarme el mismo sueño que a su vez voy persiguiendo como si no hubiera un mañana. El dolor físico es simplemente un estado mental, hay que aislarlo, borrarlo del pensamiento a semejanza de los faquires. Pero el dolor del espíritu es harina de otro costal. El dolor de Julia al recuperarse de la agresión no podía eliminarse tan fácilmente. Aquel novio suyo, el lanzador de martillo, quiso matarla por despecho, y lo habría conseguido de no ser por aquel héroe anónimo -que también terminó en el hospital-, uno entre un millón en esta sociedad repleta de individuos pusilánimes y mediocres que suelen volver la cara ante la desgracia ajena. Nunca le estaré lo suficientemente agradecido. Pero Julia quedó postrada en una silla de ruedas, sus preciosas piernas inútiles para siempre. Estuvo semanas sin querer ver a nadie, hasta que una tarde aparecí en su casa con un trofeo, mi primer trofeo, ganado por piernas en una carrera escolar. Julia me sonrió con tristeza y me preguntó, ¿Qué quieres de premio? Yo respondí que quería pasar la tarde a su lado.

A los trece años me miré al espejo y comprobé que mi fealdad era un hecho consumado. Las orejas despegadas del cráneo y los ojos asimétricos se completaban con una nariz de azor que batiría en duelo al mismísimo Cyrano de Bergerac. Sin embargo me iba convirtiendo en el campeón que presagió Julia. Ganaba una competición tras otra a temprana edad y de forma apabullante. Y cada vez que visitaba a Julia con mis trofeos y medallas, ella me ofrecía el premio que me apeteciera. Y yo apoyaba la cabeza en su regazo, en sus piernas marchitas, mientras sus manos se enredaban en mis cabellos. A los quince años fui campeón autonómico y como premio le pedí a Julia que me enseñara a besar. A los dieciocho fui campeón nacional y le pedí que me hiciera el amor. Nos convertimos en algo parecido a unos novios, aunque a veces yo lloraba a escondidas pensando que la desgracia de Julia era mi fortuna más preciada, pues de no estar en sillas de ruedas nunca se habría fijado en mí.

Me duele la mandíbula de tanto apretar los dientes. El sudor frío se escurre por mi espina dorsal. La vista nublada por la velocidad supersónica. Pero ya hace rato que escuché la campana de la última vuelta, casi toco la línea de meta con la punta de los dedos, no me lo puedo creer, ya sólo me quedan unas decenas de metros para llegar. De improviso un golpe de adrenalina me borra el cansancio de un plumazo, comprendo que no hay nadie sobre la faz de la tierra que me pueda adelantar, sé que voy a ganar, que seré el primero, que lograré la felicidad más absoluta a mis veinticuatro primaveras. Porque con la medalla de oro en una mano y el anillo en la otra, Julia no podrá negarme el único premio que he deseado desde la primera vez que la vi: pasar el resto de mi vida con ella. Hacerla sonreír. Correr por los dos hasta que se detenga el mundo.